Rogelio Moreno camina a paso lento sobre una botas de agua, chubasquero negro y chándal a juego, muy cerca de unas vías de tren anegadas. Cabizbajo, sigiloso, con la mirada perdida, lleva unos días aturdido por la catástrofe que ha puesto en el foco a su pueblo valenciano de Sedaví, donde reside junto a 10.000 vecinos que viven, mayoritariamente, de la industria del mueble y el sector servicios. Aquí, quince días después de una riada –más bien tsunami, de casi dos metros de altura, visible por la marca que ha dejado en los edificios que eran blancos y hoy marrones de un barro que no se acaba nunca— y que arrasó como una gigantesca lengua voraz las calles, las peluquerías, las pollerías, los comercios, las inmobiliarias, Moreno trata de localizar a su viejo Seat Ibiza amarillo que se compró hace 17 años. No. No será por empeño. Cada mañana, este jubilado de 72 años sale un rato a pasear por las calles, por los descampados, pregunta a policías, a militares, voluntarios, al seguro, pero no, no hay rastro. “Lo tenía ahí en la gasolinera”, apunta con la perilla blanquecina. “Se lo llevaron y no sé nada”.